domingo, 25 de julio de 2010

TAMBIEN UN 26 DE JULIO...



EN LA ISLA DE CUBA AL ALBA DEL 26 DE JULIO DE 1953 se produce el asalto al cuartel Moncada.Un puñado de muchachos, armados de dignidad y cubanía y unas pocas escopetas de cazar pajaritos, se baten contra la dictadura de Fulgencio Batista y contra medio siglo de colonia mentida de república.
Algunos, pocos, mueren en la batalla, pero a más de setenta los remata el ejército al cabo de una semana de tormentos. Los torturadores arrancan los ojos de Abel Santamaría y otros prisioneros.
El jefe de la rebelión, prisionero, pronuncia su alegato de defensa. Fidel Castro tiene cara de hombre que todo lo da, que se da todo, sin pedir el vuelto. Los jueces lo escuchan, atónitos, sin perder palabra, pero su palabra no es para los besados por los dioses: él habla para los meados por los diablos, y por ellos, en nombre de ellos, explica lo que ha hecho.
Fidel reivindica el antiguo derecho de rebelión contra el despotismo: “Primero se hundirá esta isla en el mar antes de que consintamos en ser esclavos de nadie…”

EN NUESTRO PAIS ESTALLABA LA REVOLUCION DEL PARQUE
Manifiesto de la Junta Revolucionaria del Parque, 26 de Julio de 1890
Al Pueblo:
El patriotismo nos obliga a proclamar la revolución como recurso extremo y necesario para evitar la ruina del país. Derrocar un gobierno constitucional, alterar sin justo motivo la paz pública y el orden social, sustituir el comicio con la asonada y erigir la violencia en sistema político, sería cometer un verdadero delito de que nos pediría cuenta la opinión nacional. Pero acatar y mantener un gobierno que representa la ilegalidad y la corrupción; vivir sin voz ni voto la vida pública de un pueblo que nació libre; ver desaparecer día por día las reglas, los principios, las garantías de toda administración pública regular, consentir los avances al tesoro, la adulteración de la moneda, el despilfarro de la renta; tolerar la usurpación de nuestros derechos políticos y la supresión de nuestras garantías individuales que interesan a la vida civil, sin esperanza alguna de reacción ni de mejora, porque todos los caminos están tomados para privar al pueblo de gobierno propio; y mantener en el poder a los mismos que han labrado la desgracia de la república; saber que los trabajadores emigran y que el comercio se arruina, porque, con la desmonetización del papel, el salario no basta para las primeras necesidades de la vida y se han suspendido los negocios y no se cumplen las obligaciones; soportar la miseria dentro del país y esperar la hora de la bancarrota internacional que nos deshonraría ante el extranjero; resignarse y sufrir todo fiando nuestra suerte y la de nuestra posteridad a lo imprevisto y a la evolución del tiempo, sin tentar el esfuerzo supremo, sin hacer los grandes sacrificios que reclama una situación angustiosa y casi desesperada, sería consagrar la impunidad del abuso, aceptar un despotismo ignominioso, renunciar al gobierno libre y asumir la más grave responsabilidad ante la patria, porque hasta los extranjeros podrían pedirnos cuenta de nuestra conducta, desde que ellos han venido a nosotros bajo los auspicios de una constitución que los ciudadanos hemos jurado y cuya custodia nos hemos reservado como un privilegio, que promete justicia y libertad a todos los hombres del mundo que vengan a habitar el suelo argentino.
La Junta Revolucionaria no necesita decir al pueblo de la nación y a las naciones extrañas los motivos de la revolución, ni detallar cronológicamente todos los desaciertos, todos los abusos, todos los delitos, todas las iniquidades de la administración actual. El país entero está fuera de quicio, desde la Capital hasta Jujuy. Las instituciones libres han desaparecido de todas partes: no hay república, no hay sistema federal, no hay gobierno representativo, no hay administración, no hay moralidad. La vida política se ha convertido en industria lucrativa.
En el orden público ha suprimido el sistema representativo hasta constituir un Congreso unánime sin discrepancia de opiniones, en el que únicamente se discute el modo de caracterizar mejor la adhesión personal, la sumisión y la obediencia pasiva. El régimen federativo ha sido escarnecido; los gobernadores de provincia, salvo rara excepción, son sus lugartenientes; se eligen, mandan, administran y se suceden según su antojo: rendidos a su capricho. Mendoza ha cambiado en horas de gobernador como en los tiempos revueltos de la anarquía. Tucumán presenció una jornada de sangre, fraguada por la intriga para incorporarla al sistema del monopolio político; no ha habido elección de gobernador que no haya sido otra cosa que un simple acto de comercio. Entre Ríos, bajo la ley marcial, acaba de recibir la imposición de un candidato resistido por la opinión pública. Córdoba ha sido el escenario de un juicio político inventado para arrojar del gobierno a un hombre de bien: hoy día es un aduar; la sociedad sobrecogida vive con los sobresaltos de los tiempos de Bustos y Quiroga. Las demás provincias argentinas están reducidas a feudos: Salta, la noble provincia del norte, ha sido enfeudada y enfeudadas están igualmente al presidente, Santiago y Corrientes, La Rioja, Jujuy, San Luis y Catamarca. Jamás argentino alguno ejerció mando más ofensivo ni más deprimente para las leyes de una nación libre.
En el orden financiero los desastres, los abusos, los escándalos, se cuentan por días. Se han hecho emisiones clandestinas para que el Banco Nacional pague dividendos falsos, porque los especuladores oficiales habían acaparado las acciones y la crisis sorprendió antes de que pudieran recoger el botín. El ahorro de los trabajadores y los depósitos del comercio se han distribuido con mano pródiga en el círculo de los favoritos del poder que han especulado por millones y han vivido en el fausto sin revelar el propósito de cumplir jamás sus obligaciones a precio de oro; los bancos garantidos se han desacreditado con las emisiones falsas; la moneda de papel está depreciada en doscientos por ciento y se aumenta la circulación con treinta y cinco millones de la emisión clandestina, que se legaliza, y con cien millones, que se disfrazan con el nombre de bonos hipotecarios, pero que son verdadero papel moneda, porque tienen fuerza cancelatoria; cuando comienza la miseria se encarece la vida con los impuestos a oro; y después de haber provocado la crisis más intensa de que haya recuerdo en nuestra historia, ha estado a punto de entregar fragmentos de la soberanía para obtener un nuevo empréstito, que también se habría dilapidado, como se ha dilapidado todo el caudal del Estado.
Esta breve reseña de los agravios que el pueblo de la nación ha sufrido, está muy lejos de ser completa. Para dar idea exacta sería necesario formular una acusación circunstanciada y prolija de los delitos públicos y privados que ha cometido el jefe del Estado contra las instituciones, contra el bienestar y el honor de los argentinos. El pueblo la hará un día y requerirá su castigo, no para de que no se puede gobernar la república sin responsabilidad y sin honor.
El movimiento revolucionario de este día no es la obra de un partido político. Esencialmente popular e impersonal, no obedece ni responde a las ambiciones de círculo u hombre público alguno. No derrocamos el gobierno para separar hombres y sustituirlos en el mando; lo derrocamos para devolverlo al pueblo a fin de que el pueblo lo reconstituya sobre la base de la voluntad nacional y con la dignidad de otros tiempos, destruyendo esta ominosa oligarquía de advenedizos que ha deshonrado ante propios y extraños las instituciones de la república. El único autor de esta revolución, de este movimiento sin caudillo, profundamente nacional, larga, impacientemente esperada, es el pueblo de Buenos Aires que, fiel a sus tradiciones, reproduce en la historia una nueva evolución regeneradora que esperaban anhelosas todas las provincias argentinas.
El período de la revolución será transitorio y breve; no durará sino el tiempo indispensable para que el país se organice constitucionalmente. El gobierno revolucionario presidirá la elección de tal manera que no se suscite ni la sospecha de que la voluntad nacional haya podido ser sorprendida, subyugada o defraudada. El elegido para el mando supremo de la nación será el ciudadano que cuente con la mayoría de sufragios, en comicios pacíficos y libres, y únicamente quedarán excluidos como candidatos los miembros del gobierno revolucionario, que espontáneamente ofrecen al país esta garantía de su imparcialidad y de la pureza de sus propósitos.
Por la Junta Revolucionaria Leandro N. Alem, Aristóbulo del Valle, Mariano Demaría, Mariano Goyena, Juan José Romero, Lucio V. López